Aún retumba en mi mente la frase de cabecera del expresidente Cesar Gaviria Trujillo cuando ganó la presidencia de la república de Colombia, (periodo 1990 a 1994), como candidato que remplazó al asesinado Luis Carlos Galán, quien según las encuestas podría ser ganador de aquellas elecciones que antes de realizarse fueron marcadas por la muerte y por el derramamiento de sangre de varios de los aspirantes a la casa presidencial (Carlos Pizarro, Galán y Bernardo Jaramillo). La frase de Gaviria era: Colombianos, bienvenidos al futuro. Con esa misma, culminó su discurso de posesión el 7 agosto de 1990.
¿A qué futuro se refería aquel individuo? ¿A un futuro enmarcado por el progreso social, económico, educativo, cultural, político, científico? ¿Acaso a un futuro de paz, de progreso integral, de igualdad y de fraternidad? Pero lo que nadie se imaginaba era el abismal significado de esa frase. De eso tuve un primer reflejo cuando una tarde calurosa pasé por el frente de una institución pública de básica primaria y de básica secundaria y vi que un hombre humilde ofrecía a quienes tenía en derredor y a quienes pasábamos las delicias de unos raspaos que edulcoraba con distintas esencias o almibares: de tamarindo, de kola, de maracuyá, de níspero, de vainilla y de otros sabores. Me detuve y le pedí me vendiera uno de kola con tamarindo; sabía que aquel refresco callejero me ayudaría a aliviarme del fuerte calor que me agobiaba al tiempo que contribuiría a vencer la sed que iba en aumento, porque los rayos del inclemente sol que caían sobre los caminantes, no daban tregua. En el momento en que el vendedor depositaba en mis manos el producto pedido, sonó la alarma de salida de los estudiantes; miré mi reloj y marcaba las doce del mediodía, algunos de los alumnos se dirigieron al sitio donde estaba el vendedor de raspao en busca del apetecible y frio manjar. Me dio curiosidad y no pude evitar escuchar la conversación que sostenían dos de los estudiantes que se habían acercado al carro de los refrescos. Hablaban de la celebración del descubrimiento de América y se expresaban con palabras y frases de admiración y respeto hacia Cristóbal Colon, a quien consideraban un héroe y un gran benefactor de la humanidad. Admiraban sobremanera a la reina española Isabel, a quien agregaban el título de la católica. Uno de ellos manifestó: Pobre reina, le tocó sacrificar sus alhajas de oro para poder patrocinar el viaje de nuestro gran descubridor. Su compañero, conmovido, se dolía también de que aquella santa mujer se hubiera quedado sin sus galas áureas y que había que agradecerle porque sin su concurso jamás nos hubieran descubierto y hubiéramos continuado incivilizados y alejados del gran mundo de la cultura. Un tanto preocupado por lo que escuchaba, los saludé, les pregunté que, si podía charlar con ellos, accedieron y les hice varias preguntas acerca del tema que hablaban y no las supieron responder. Me di cuenta entonces con mayor asidero de que uno de los daños grandes que el señor expresidente le había hecho a la nación entre muchísimos más, (incluido el nefando Tratado de Libre Comercio, las concesiones imperdonables a los narcos que arrodillaron el país a sus pies, implantación despiadada de las políticas neoliberales, fracasadas políticas energéticas, etc. ) consistió en el hecho a la educación y al futuro de Colombia cuando acabó con la catedra de Historia en nuestro país; me sentí indignado por la ignorancia mayúscula o la maléfica intención del mandatario al acabar con dicho estudio, tan necesario para entender al país, para entendernos, para poder interpretar el pasado y avizorar con mayor claridad el futuro que se debe construir. Claro, yo no abogo por la historia amañada, fantasiosa, tergiversada y mediocre que se impartía a aquellos jóvenes con los que hablé. Hablo de una historia cimentada en la investigación, amarrada a la veracidad, al rigor de los acontecimientos. ¿Cómo era posible que aquellos chicos consideraran como un venerable descubridor a un vulgar, criminal, cruento y bárbaro invasor? ¿Cómo es que no se les enseñó que el genovés en las tres carabelas: La pinta, La niña y la Santa María, trajo centenares de delincuentes, de ex presidiarios, de caraduras y asesinos? No podía seguirse con el cuento alado de que habían llegado honorables navegantes como lo entendían los educandos. ¿Cómo es que no se les informó que aquellos brutales personajes hicieron toda clase de daño a nuestros indígenas, pasando por violaciones y vejámenes indescriptibles y dolorosos? ¿Cuál intercambio cultural o encuentro de dos mundos, como lo quieren hacer creer? ¿Cómo llamar conquistador al invasor Quesada que sin importar ni respetar rebautizó el rio amado de nuestros ancestros con el nombre de la Magdalena sin importar la nominación que sus verdaderos dueños le habían dado a lo largo de los siglos? Después de la invasión y del saqueo, lo que se vino fue la supuesta educación que no fue más que adoctrinamiento en la religión católica para amansar y someter más fácilmente a nuestros indígenas con el cuento del estoicismo para poder merecer la salvación eterna, ganada a partir del sufrimiento en la vida terrenal. Haciendo honor al lema: “la letra con sangre entra”, impusieron el castellano y prohibieron las lenguas maternas de los invadidos, a los que además impusieron, a punta de rejo y castigos, las costumbres españolas. Fue un choque brutal entre dos culturas, todas nuestras riquezas fueron a parar a la corona de España.
La Historia es nuestra memoria viva, la que nos permite reflexionar con fundamento, seriedad y objetividad sobre nuestro pasado lejano y reciente, sin dar jamás cabida a la nostalgia de lo pretérito, que paraliza y confina al engaño y al atraso.
Eduardo Galeano
Esos hechos solo fueron el inicio de la catástrofe que ha sufrido la educación en Colombia; es claro que con la desaparición de la cátedra que podría alimentarla, iluminarla, llenarla de verdad, se busca borrar la verdadera historia de nuestros antepasados, sus sacrificios, sus luchas libertarias y el verdadero significado de sus creencias e ideas, con esa estrategia se evitaría formar conciencias, y se lograría borrar de la mente de nuestra gente los nombres y gestas de quienes en realidad son nuestros héroes y mártires. La supuesta clase de historia la introdujeron apenas como un simple acápite de la de Ciencias Sociales y con eso se perdió la línea de aprender los procesos históricos por los que pasaron Colombia y el mundo. Aquella medida del gobierno gavirista generó malestar y fue duramente criticada por educadores e historiadores. Gracias al debate en pro de la Historia como materia fundamental del pensum, se logró veinte años después, en la presidencia de Juan Manuel Santos, la restauración de ella, pero a pesar de eso no logra aún ser la cátedra que fue y que se necesita que sea: una cátedra basada en la verdadera investigación de los hechos y en torno de los personajes historiados; una cátedra para la reflexión y el análisis de lo que fuimos, de lo que somos y de lo que necesitamos ser, teniendo en cuenta el ayer y el ahora. Por eso, toca preguntarnos: ¿Qué tipo de historia de Colombia y del mundo se está enseñando a nuestros estudiantes? ¿Qué clase de Historia es la que se imparte a través de colegios, escuelas y universidades? ¿Qué clase de libros e investigaciones históricas le están llegando a los colombianos del común o de a pie, que no tienen conocimientos especializados ni pertenecen a un grupo científico? No se puede perder de vista que cuando hablamos de la historia hablamos de un proceso objetivo que tiene en la historiografía la descripción de dicho proceso. Tampoco se puede perder de vista que la historia se unta necesariamente del estudio del pasado humano, pero no para reproducirlo sino para aprender de él, para mejorarlo. En este sentido, la historia es faro para un pensamiento crítico y para una proyección creativa de la humanidad.
Después de los anteriores razonamientos, la pregunta es: ¿Hacia dónde apunta la educación de hoy? Si somos una nación que se jacta de decir que goza de democracia, primero se debe conocer la verdadera historia de Colombia, de Latinoamérica y del mundo. No ha sido en vano ni casual que, en el 2021, en medio de las protestas y el inconformismo por las malas decisiones en contra de las clases trabajadoras y de los marginados, impulsadas por el gobierno duquista, nuestros indígenas y etnias iniciaron lo que después tuvo un efecto dominó: terminaron derribando las esculturas y/o estatuas de lo que la mala educación llama descubridores o conquistadores, que en realidad no fueron sino unos invasores desalmados, déspotas, saqueadores y sádicos. Toca, desde las bases, reconstruir la verdadera historia nuestra y la de Latinoamérica. Los especialistas que hoy escriben una historia muy distinta a la de hace muchas décadas atrás que estaba anclada en la veneración de héroes y caudillos de dudosa moral y de condenable ética, deben ser leídos y estudiados: no se puede seguir inculcando a nuestros hijos que sientan respeto y admiración por quienes vinieron a pisotear, robar, violar mujeres, ultrajar e imponer sobre nuestra cultura la de ellos, no se puede olvidar de dónde venimos, no se puede seguir ignorando nuestra raza, nuestras costumbres ancestrales olvidadas; solo así podremos atenuar un poco la desculturización en que se nos sumió.
Es necesario recordar que el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla. Sin una verdadera historia, no tendremos jamás una verdadera identidad cultural ni un real estado de pertenencia a la patria. Recordemos lo que nos enseñaba Eduardo Galeano: La Historia es nuestra memoria viva, la que nos permite reflexionar con fundamento, seriedad y objetividad sobre nuestro pasado lejano y reciente, sin dar jamás cabida a la nostalgia de lo pretérito, que paraliza y confina al engaño y al atraso.