Por Pablo Oviedo.
Me encontraba en una reunión a la que fui invitado, estábamos en una especie de auditorio de un restaurante elegante, se podría decir que era de esos que los sistemas de calidad y sus entidades certificadoras, avalan como de cinco cubiertos, (como a los hoteles los califican con estrellas, a los restaurantes los califican con cubiertos y la máxima distinción de un restaurante es llegar a ser certificado de cinco cubiertos). Bueno, aclarado el tema, continúo: después de una ardua reunión, teníamos un apetito atroz, nos invitaron a pasar al restaurante, cada detalle de la mesa era espectacular, todo estaba puesto en su lugar, las servilletas hacían una figura de cisnes y apuntaban hacia cada silla, eché un vistazo a la carta y me di cuenta de que ofrecían finos platos nacionales e internacionales, alcancé a mirar a la cocina y todos los elementos para preparar y cocinar los alimentos eran de acero inoxidable: todo relucía y brillaba; la conexión del gas era de gas natural. El almuerzo estuvo delicioso, no puedo negarlo y estuvo amenizado por charlas y variados temas. El color, el sabor y el olor de los alimentos que nos sirvieron denotaban que los chefs que allí laboraban, eran profesionales en temas culinarios, al final los presentes elogiaron los diferentes platos que degustaron. No era mentira: En verdad estuvieron exquisitos, eso dije cuando alguno de mis compañeros me preguntó que cómo me había parecido mi consumición. No quise decir nada más, pero en mi interior me decía que aunque en verdad mi platillo estuvo muy sabroso, le faltaba algo, y no sabía a ciencia cierta qué era, por lo que me hice el compromiso de averiguarlo en los días subsiguientes.
Poco tiempo había pasado luego de la ocasión gastronómica de la que vengo haciendo mención, cuando después de una marcha reivindicatoria de derechos, salí en busca de algo qué comer y en esa búsqueda me encontré en una esquina con un restaurante que a primera vista me pareció agradable, así que decidí llegar y preguntar por el menú del día; la chica que me atendió, con bolígrafo en mano, después de un corto saludo, me informó qué platos había para degustar, así que pedí uno de los que conformaban el menú del día; primero me trajeron sopita y después el plato fuerte, de tomar me ofrecieron jugo o gaseosa. Mientras comía, eche un vistazo a la cocina y observé que todo estaba limpio y vi dos pipetas de gas propano, había buena higiene. La comida estaba deleitosa y analicé que era mejor que la de aquel restaurante de cinco cubiertos, pero igual, a este plato le faltaba algo, un no sé qué, que no podía explicar; sin embargo, sentí que le faltaba menos que al que3 consumí en el restaurante lujoso. Pagué y salí del lugar, no sin antes darle la propina a la mesera que muy amable me atendió.
Pasaron los días y no me olvidaba del propósito de hallar qué era eso que le faltaba a mi parecer a las comidas que me servían en los restaurantes. Cierto día, me dirigía a hacer unas diligencias y luego decidí llegar a casa de unos amigos que desde hacía mucho me estaban invitando a que los visitara, les caí de sorpresa, pero fui yo el sorprendido, no me dejaron regresar a casa hasta cuando no los acompañara en la mesa, me prepararon un sancocho de gallina, vale la pena decir que viven en una casa en obra negra, situada en un barrio humilde, y en la cocina el fogón era a queroseno o gas o petróleo como le dicen en otras partes, pues a ese sector todavía no habían llegado las redes de gas natural; la atención fue muy linda, el sancocho estuvo para chuparse los dedos, hasta tal punto que consumí dos palanganas de él; me sentí satisfecho con el condumio, pero le seguía faltando algo que yo no lograba descifrar, aunque le faltaba menos que a los de los restaurantes ya anotados y por encima de todo estaba el hermoso gesto de mis anfitriones. ¡Qué detallistas, qué cariñosos, qué amables mis amigos! Después de la tremenda pitanza y de varias cajas de cerveza, nos sentimos más que satisfechos. Habíamos tenido una inolvidable celebración, aunque nadie supo claramente qué celebrábamos, (quizás celebramos nuestra bonita amistad), pero… simplemente fuimos felices.
Aquel día pernocté donde mis amigos y al día siguiente, después de despedirme de mis fraternos camaradas, seguía en mi mente la necedad de descubrir qué secreto ingrediente o proceso le faltaba a las comidas que había consumido últimamente fuera de casa, lo bueno era que sentía que cada vez me acercaba más a detectarlo. No retorné a mi casa sino que decidí visitar a unos familiares que vivían en el campo; después de dos días de camino, dejé el vehículo en el que me movilizaba y seguí a primeras horas del segundo día de viaje; caminé por un camino de herradura, al rato tuve esa sensación agradable que experimentamos quienes somos de origen campesino; me arrobé con el olor a campo, a monte, con el olor inconfundible de la tierra mojada, con el olor único, de la boñiga de vaca, con los sonidos más significativos del campo, con el bramido de las vacas en el corral, mientras son ordeñadas y la leche cae, espumosa, dentro del recipiente que la espera; me llenó de alegría oír a lo lejos el rebuznar de los burros que, usando sus códigos se comunicaban entre ellos; me deslumbraron la gran cantidad de mariposas amarillas que surgían de la boñiga de las vacas; con todas aquellas vivencias y sensaciones a cuestas, supe que ya casi encontraría eso que les faltaba a las comidas, por fin llegué a la humilde finca donde viven mis familiares, vi hermosos cultivos de yuca, ñame, ahuyama, entre otros, sembrados muy al fondo del terreno; noté que las paredes del rancho que habitaban eran de bahareque y estaban empañetadas con boñiga, tenía techo de palma africana; en la parte posterior del rancho estaba la cocina, en cuyo centro se destacaba una meseta de tierra levantada sobre unos pilares sobre los que se habían puesto tupidamente muchos palos, amarrados con bejucos, a la altura de un metro sobre los que se echó la mezcla de tierra y arena que con el tiempo se fue solidificando; en el centro de aquel tradicional e ingenioso artilugio había tres ladrillos ubicados en forma de U y por la parte que quedaba libre se le podía acomodar la leña; encima de los ladrillos reposaban dos platinas que soportaban y daban estabilidad a las ollas, se notaba el tizne en el techo, las palmas estaban negras por el humo. En la parte superior de la cocina estaba una vara atravesada donde había unas pencas de carne ahumada. Tiempo posterior a mi llegada y después de los diálogos afectuosos de rigor, la señora de la casa atizó el fogón y las llamas de fuego se hicieron notar, puso a hervir la olla del café y al ratico comencé a sentir ese olor sabroso del café hervido con el calor de la leña, y luego, servido en totuma. Mis ojos no daban crédito a lo que veían, mis sentidos percibían algo armonioso: el sitio, el campo, la cocina, la leña, el fogón de hornilla, fueron propicios para que se hiciese el mejor café del mundo, ese que me había tomado; en ese momento, sentí que a aquella bebida ancestral no le faltaba nada; sin embargo, luego dudé de que hubiera encontrado el sabor perfecto. Al rato miré para el patio del rancho y vi que juntaban tres bindes (piedras), en forma de triángulos y en sus espacios le acomodaban los leños, se montó la olla en que luego hervía el sancocho de gallina criolla, cuyo olor empezaba a impregnar todo el ambiente, alborotando el apetito a los presentes. Aquel olor de la pitanza se confundía con el olor a leña, que de a poco se convertía en tizón, con el olor del humo, mientras que las pavesas revoloteaban por todos lados; me acerqué a revolver el sancocho con el palote y esa sensación fue única. Cuando la carne y los bastimentos, alcanzaron su punto de cocción, se puso la mesa y unos trozos de palos gruesos o poyos, hacían las veces de banco o sillas; el caldo nos fue servido en totuma, y la yuca, el ñame y el suero en platos de peltre; recuerdo que me pasaron una cuchara hecha con totumo y fue el complemento necesario. Con aquel gran banquete, no necesitábamos nada más, solo nuestras ganas de almorzar acompañados de aquel mundo natural y sencillo que nos rodeaba, tan básico pero tan perfecto. Tras aquel gran almuerzo: sápido, único, incomparable, corroboré lo que noté desde el momento en que tomé el tinto: en ese rancho, a la comida no le faltaba nada, el sabor de ella era completo. Había encontrado ese no sé qué, que tanto busqué en las comidas; entonces comprendí que la mejor comida es la que se cocina con leña, en una hornilla; constaté que no cuentan tanto ni lo elegante ni lo aparentemente distinguido, sino que el mejor ingrediente después de la leña es el amor con que se hacen las comidas, aunque se cocine en medio de la humildad y de la modestia. Desde entonces, cada vez que puedo, visito a mis familiares para degustar platos inolvidables con el sabor que les prestan la leña, los bindes, el humo y el cariño: esas comidas no las cambio por las de ningún restaurante de cinco cubiertos.
¡Viva nuestra comida campesina, carajo!
Pablo Oviedo A.
Columnista “ASUNIR”