Por Pablo Oviedo A.
Aquel mediodía, iba yo por un estrecho camino de herradura, el sol irradiaba a mis espaldas, el calor abrasaba mi cuerpo y me hacía sudar a cántaros; de súbito, observé a la distancia un cultivo de algodón en el que varios campesinos recogían las blancas motas de las erguidas matas que no sobrepasaban el metro y medio de altura; los hombres arrastraban tras de sí largas lonas que llevaban anudadas a la cintura mediante un caucho al que llaman campeón; en ellas, que llevaban las bocas abiertas como si ,voraces, esperasen un tributo, depositaban con gran destreza y casi que mecánicamente las níveas y suaves estructuras que, a pesar de su suavidad, elevaban aún más la temperatura que el campesino debía soportar, provisto solo de rústicos pantalones, un sombrero vueltiao y una camisa manga larga para defenderse del sol inclemente.
En mi recorrido, me tropecé con un arroyo, por lo que decidí detenerme para refrescar la garganta y saciar mi sed, que a esa hora me atormentaba de forma preocupante; el agua fue como un bálsamo para mi organismo, algunas gotas salpicaron con delicia mi rostro y mi alma, era un agua fresca, pura, filtrada por la naturaleza entre las enormes piedras de aquel relieve generoso para la vida. Noté que algunos de los recolectores tenían a orillas del arroyo, hundidos hasta la mitad en el agua, varios bangaños llenos de dulce y aromático guarapo que era refrescado por el paso de la corriente.
Continué mi recorrido y lo siguiente que vi fue un gran árbol frondoso, cuyas ramas hacían de carpa natural, la frescura que regalaba me invitó a descansar bajo su suave y agradable sombra, invitación que no dude ni un segundo en aceptar; protegido ya de los rayos incandescentes del astro rey, me acomodé de tal manera que los brazos de Morfeo me recibieron y me arrullaron por no sé cuánto tiempo; desperté cuando sentí unos murmullos, algo así como risitas maliciosas. Volví a la vida renovado y descubrí a mi lado a varios campesinos que a esa hora almorzaban; al ver sus caras de felicidad, esbocé una sonrisa y vi que portaban unas medianas totumas rebosantes de un apetitoso sancocho de gallina cocinado en fogón de leña, que degustaban dichosos y del cual me tenían apartada una ración a pesar de que desconocían quién era yo, pero en ellos la amabilidad es proverbial, cada uno de estos seres humildes, de estos sencillos trabajadores, me prodigó una atención excepcional; conversaban entre ellos en su lenguaje autóctono, fundamentaban qué cultivo era el mejor para la época del año en que se estaba, si el de yuca, o el de ñame; argumentaban en torno a cuál era el mejor tiempo para recoger la hoja de tabaco. Yo, en silencio, los escuchaba y disfrutaba del alimento que me habían compartido; me di cuenta de que escuchándolos, aprendía muchas cosas acerca de la agricultura, sobre todo enseñanzas ancestrales, vi destellos de la malicia campesina innata que poseen y que aprovechan para enfrentar el día a día, a través de sus diálogos capté el talento que tienen para resolver los problemas que les salen al paso en su cotidiano trajinar y que van transmitiendo a los más jóvenes.
Para ellos, ser campesinos no consiste simplemente en laborar la tierra; es algo más profundo: es valorarla, es vivirla, es respetarla, es quererla, es sentirla propia, y no desde la óptica legal o porque un papel así lo diga, sino sentirla de ellos en todo su esplendor; en pocas palabras: es amarla y respetarla desde las entrañas, es cuidarla: Comprendí que aquellos seres humildes constituían una verdadera escuela de vida, entonces pensé en la nefasta idea de borrar de nuestro léxico laboral, vital e histórico el vocablo campesino, para remplazarlo por el de trabajador agrario en aras de poner en práctica el mediocre y mal intencionado Articulo 64 CPC.
¡Qué desatino! ¡Qué desconocimiento del enorme bagaje afectivo, social y político que dicha palabra tiene! El vocablo campesino, no es una mera palabreja arbitraria o caprichosa. Ella encarna un talante, unas luchas, unos logros, un estatus social. Por ello es un despropósito y un atropello flagrante de la tradición bien entendida el querer remplazarla con el remoquete de trabajador agrario.
No son lo mismo. La categoría trabajador agrario ignora el verdadero rol de la gente del campo, de la gente del agro. Es despreciable tal categorización para el campesino nuestro. Ella rebaja la verdadera estatura laboral, social y económica de la gente del campo, la reduce a una mínima expresión y lo desconoce como agente importante para la economía nacional. Como si fuera poco, en el mentado artículo se habla de empresario agrario. Traigamos a nuestras mentes la idea suficientemente sustentada y demostrada de que el término campesino va mucha más allá de considerarlo simplemente como alguien que trabaja la tierra, en desmedro de su papel como cuidador, defensor y queriente de la misma. Algo distinto a lo que hacen los terratenientes y acumuladores de la riqueza agrícola y ganadera de este país. Con la categoría empresario agrario quieren disfrazar la nominación que debe darse a los terratenientes y acumuladores de tierra; a esos no se les puede llamar campesinos, a esos acaparadores de grandes proporciones de tierra, aunque las dediquen a la ganadería extensiva y aunque algunos realicen grandes cultivos mediante los que convierten a los verdaderos campesinos en jornaleros, no puede llamárseles campesinos. Campesinos reales son aquellos que ya en la historia de nuestra patria tienen escrita su parte, son dueños de una cultura del campo, tienen una propia una idiosincrasia dentro la gran nación colombiana; son ellos las raíces, las columnas y el ser de la mayoría de nuestros pueblos patrios; ellos, los verdaderos campesinos, recibieron el legado de nuestros ancestros que lo depositaron en sus mentes, en su praxis. Los legítimos campesinos son aquellos a los que les ha tocado ofrendar su sangre en el altar de la lucha por conquistar un pedazo de tierra, de insumos y de tecnología para hacerla productiva, para llenar las arcas y los silos de nuestro país con la cosecha abundante y feliz que garantice la alimentación de todos los colombianos. Los campesinos genuinos llevan tatuadas en el alma las señales del sufrimiento padecido por quedar sus entornos en medio de los territorios que a sangre y fuego se han disputado los diferentes grupos armados. Solo por ese amor al campo, han soportado vejámenes, desplazamientos, asesinatos, torturas. Por ello es condenable e injusto que ahora un arbitrario, lesivo y caprichoso Artículo trate de nominarlos de otra manera. Un atrabiliario artículo insertado a conveniencia en la Carta Magna no puede eliminar de tajo la palabra campesino, ello sería como borrar más del 50% de la historia veraz de Colombia, porque, (entiéndase) cualquiera es un trabador agrario sin que por ello pueda recibir el título de campesino; pero nunca un campesino auténtico será un trabajador agrario. Esta categoría de trabajador agrario es muy pequeña, amañada y despectiva para encasillar lo que fueron, lo que son y lo que siguen siendo nuestros héroes, amantes y paladines del campo: la única palabra valedera, aceptable y cierta que los representa y los identifica a través de los siglos es la palabra campesino; palabra que de inmediato origina remembranzas de las rozas, de la siembra, de la siega, del amor a la semilla y al azadón, al surco y a las plántulas. Palabra enraizada en el amor a la tierra y al agua, al sol y a la brisa y a lo más hondo del espíritu de nuestros hombres que desmontan, que aran, que siembran, que cosechan y aseguran los principales componentes del humano condumio.