Desarrollo Rural versus ruralidades alternativas al desarrollo:

 Notas para la reflexión [*]

Juan carlos Gamboa Martínez [**]

El desarrollo en modo alguno puede considerarse como un concepto incontestable, de carácter neutral y ausente de sesgos, y mucho menos asumirse como si se tratara de una suerte de promesa universalmente válida y anhelada en todo tiempo y lugar, y no puede serlo en la medida en que es un constructo cultural e históricamente determinado y como tal portador de los particulares valores y racionalidad eurocéntricas.

En este contexto, el concepto de desarrollo quedó claramente establecido en el discurso inaugural que el presidente usamericano Harry S. Truman (1945-1953) dio ante el Congreso el 20 de enero de 1949, cuando etiquetó a la mayor parte de las sociedades del planeta, caracterizadas por un variopinto espectro de tradiciones y cosmovisiones diversas, bajo la etiqueta ortopédica de subdesarrolladas y, cuando al anunciar un portentoso programa de ayuda técnica, dejó establecido con meridiana claridad que todos los pueblos transitarían por una única vía cuyo destino era inexorablemente el desarrollo.

Así las cosas, bien pronto, la tierra prometida del desarrollo se transformó en la práctica en una gigantesca empresa que expandió el modo de vida de Occidente alrededor de todo el mundo, configurando un nuevo proceso de colonización que en muchas oportunidades exhibió inusitada violencia a su paso, hasta lograr imponer un amplio consenso acerca de las supuestas bondades y nobles propósitos que acompañan al desarrollo.

Un concepto levantado sobre una falacia

Sin embargo, más allá del debate sobre la acelerada erosión de la diversidad que comporta el desarrollo, este concepto venía desde su génesis fundado sobre una falacia. Si bien teóricamente el desarrollo se puede reproducir, desde una perspectiva ecológica es prácticamente mantener su pretensión de universalización, habida cuenta que, ante la finitud del planeta, la generalización del modo de vida eurocéntrico no puede expandirse más allá de donde éste ya existe, porque entre otras razones éste se explica gracias a la existencia de sociedades que tienen otros estándares y paradigmas. Dicho de otra manera, sin el subdesarrollo de la mayoría, es imposible el desarrollo de las minorías de Occidente.  

Esta falacia pone de manifiesto que el contenido implícito y explícito del desarrollo descansa en el crecimiento económico, la acumulación de capital, la racionalidad cuantificadora que todo lo convierte en mercancías, la asunción de la naturaleza como un mero depósito de recursos naturales a su disposición y la estructuración jerárquica de la vida social, fundada en las relaciones verticales que se establecen entre el “ayudador” y el “ayudado”, entre el sujeto “desarrollado” y el objeto “subdesarrollado”.

Ante la evidencia de sus inconsistencias y falencias, el amplio consenso que había blindado al desarrollo de las críticas y que había facilitado su imposición, comenzó a fracturarse por la emergencia de diversos cuestionamientos que interpelaban su naturaleza, su racionalidad y su estratégica funcionalidad al sistema socio-económico hegemónico. Infortunadamente buena parte de estas críticas se dirigieron a remozar un concepto que estaba entrando en crisis, pretendiendo conjurar sus efectos negativos.  En ese orden de ideas, parte de estas críticas arribaron a la conclusión que el problema no era el desarrollo en sí mismo, sino la forma en cómo los Estados y los gobiernos lo venían implementando, desviaciones que en algunos casos lo convirtieron en una suerte de mal-desarrollo. 

Pilar de la occidentalización del mundo

En ese orden de ideas, como pretendiendo desembarazarlo de los problemas que venía generando ―erosión de la diversidad cultural, depredación de los ecosistemas, producción abundante de desechos, perspectiva crematística de las actividades humanas y los componentes del mundo natural, profundización de la desigualdad social, progresivo empobrecimiento de los pueblos y sus territorios, etc.―, surgieron toda suerte de propuestas e iniciativas que básicamente se expresaban en acompañar la noción de desarrollo con algún calificativo pretendidamente positivo, hasta el punto que algunos terminaron siendo verdaderos oximorones: desarrollo sostenible, desarrollo sustentable, etnodesarrollo, autodesarrollo, desarrollo rural, desarrollo endógeno, desarrollo auténtico, desarrollo equitativo, desarrollo local, microdesarrollo, desarrollo integrado, desarrollo autocentrado, desarrollo popular, desarrollo participativo, desarrollo comunitario, desarrollo focalizado, desarrollo territorial, ecodesarrollo, desarrollo autónomo, desarrollo autodependiente y un largo etcétera.

Todas estas perspectivas teórico-metodológicas del desarrollo parten del presupuesto que los problemas del desarrollo no derivan de su propio ADN, sino que son consecuencia de episodios casuísticos y contingentes que es posible gestionar y trascender creativamente. Así las cosas, sin entrar a cuestionar las consecuencias de la acumulación capitalista, de la mercantilización de la vida y de la competencia generalizada, su pretensión es la de agregarle unos componentes sociales o ecológicos o culturales a las lógicas subyacentes al desarrollo, y como sucedáneo matizar la preponderancia que sigue manteniendo el crecimiento económico, rehuyendo el abordaje de perspectivas holísticas que desnuden su inherente colonialidad y su apuesta por la occidentalización del mundo.

Cabe llamar la atención en que algunas de las propuestas que se inscriben dentro de una matriz de desarrollo alternativo, no son más que ejercicios destinados a cambiarle la etiqueta a un viejo producto de efectos harto nocivos, para hacerlo aparecer como un nuevo producto cuyos efectos perniciosos supuestamente ya habrían sido corregidos. No obstante, el desarrollo es lo que es y lo que ha sido y, en esa dirección, son vanos los intentos por convertirlo en algo distinto a lo que se ha venido imponiendo en todo el planeta: la base del sistema socio-económico capitalista.

Fundamentos epistemológicos de la idea de desarrollo

En mérito de lo anteriormente expuesto puede decirse que en el desarrollo rural convergen todos los esfuerzos que se han desplegado con la pretensión de implementar el desarrollo en contextos rurales, lo cual, con unas coyunturas de mayor intensidad que otras, se ha traducido en desarraigo, desterritorialización, descampesinización, conversión de los campesinos en jornaleros o empresarios rurales, irrupción de géofagos latifundistas que ordenan el territorio, anquilosamiento de las economías campesina y familiar, mecanización de la agricultura, industrialización de los campos, empleo de pesticidas y agroquímicos, endeudamiento de los campesinos, depredación de los saberes y conocimientos tradicionales, privatización de las semillas y propagación de organismos genéticamente modificados, etcétera, todo lo cual ha configurado en un campesinado más dependiente y heterónomo.

En términos generales y esquemáticos, las apuestas por el desarrollo rural se fundan en los siguientes presupuestos epistemológicos, a saber:

– Una división marcada y excluyente entre el campo y la ciudad.

– Identificación del campo y lo rural como sinónimo de lo “atrasado”, lo “primitivo”, lo “premoderno”, es decir lo contrario a lo “civilizado”.

– Establecimiento de unas relaciones jerárquicas y verticales entre la ciudad, que se reclama situado en un horizonte superior, y el campo, lo rural o lo campesino, que se ubica en un horizonte de inferioridad.

– Lo marginal y periférico es el campo, el centro se ubica en lo urbano.

– Estructuración de las relaciones campo-ciudad en función exclusiva de los intereses de la segunda y en donde el primero aparece como un apéndice.

– Ordenación del territorio rural realizado a espaldas del campesinado y en atención a las necesidades de las ciudades.

– Economías campesinas y familiares subordinadas y dependientes a la agricultura comercial y a la economía de mercado.

– Inhibición de las relaciones cooperativas, de solidaridad, de ayuda mutua y de reciprocidad en favor de las relaciones competitivas fundadas en el egoísmo.

– Se privilegia la producción monopolizada y comercial sobre aquella orientada al sustento de medios de vida y a suplir necesidades.

– Se quiebran las relaciones espirituales y respetuosas que los campesinos establecen con la tierra y los ecosistemas y, contrariamente, se incentivan las miradas meramente utilitaristas en las que la naturaleza funge como un depósito infinito de recursos. 

– Los conocimientos y saberes tradicionales campesinos son minusvalorados y sepultados en el sótano de lo folclórico por los conocimientos técnicos, científicos y académicos.

– Frente a la importancia de los valores éticos del mundo campesino, se erige una prendida neutralidad ética de las intervenciones en el campo.

– El campesino es visto como una categoría económica y no como una identidad cultural.

– El campesino no es asumido como sujeto de derechos y se encuentra en una desventajosa asimetría respecto de otros pobladores rurales, como indígenas y afrodescendientes.

– El campesinado no su rica diversidad y heterogeneidad, sino que tiende a ser abordado y comprendido a partir de estrechos tópicos.  

Lo otro del desarrollo

Visto lo anterior, puede decirse que si el desarrollo ha sido el responsable de la génesis y el mantenimiento de buena parte de los problemas que se han configurado el campo, ciertamente no parece una buena idea pretender hacerlo sustentable a lo largo de más tiempo, habida cuenta que cualquier esfuerzo que se haga en esa dirección necesariamente comportará consecuencias ecológicas, sociales y económicas cada vez más graves, como tampoco resulta procedente continuar aplicando su vademécum pensando en que hasta ahora no se ha hecho bien.

Entonces de lo que se trata es de trabajar en la perspectiva de construir lo “otro” del desarrollo, lo opuesto al desarrollo, de generar alternativas al desarrollo que permitan transitar definitivamente por la senda del postdesarrollo. Se cual fuere la alternativa al desarrollo más idónea para la ruralidad, debe intentar dar una respuesta adecuada que trascienda las siguientes tensiones:

– El conflicto entre el bienestar humano y el bienestar de la naturaleza del cual, entre otras cosas y ateniéndonos a las culturas tradicionales, intrínsecamente hacen parte los seres humanos.

– El conflicto entre el bienestar de los seres humanos y la necesidad de garantizar plenamente su bien-ser, lo que comparta aspectos más allá de lo material.

– El conflicto entre las urgencias presentes y las necesidades futuras, lo que implica tomar en consideración el bienestar intergeneracional y garantizar escenarios adecuados para la existencia de las generaciones venideras.

– El conflicto entre los intereses y necesidades de los campesinos y pobladores rurales y los intereses y necesidades del resto de habitantes.

– El conflicto entre la investigación y protección de los ecosistemas y la praxis de los desarrollos productivos.

– El conflicto entre las necesidades humanas y los satisfactores de esas necesidades.

– El conflicto entre los requerimientos de la productividad y la necesidad del decrecimiento.

– El conflicto entre el desarrollo, protección y reinvención de las economías tradicionales y los intereses de la economía de mercado.

Notas

* Buena parte de las reflexiones aquí contenidas están basadas en distintos aportes teóricos del economista francés Serge Latouche (n. 1940), uno de los principales referentes del decrecimiento, así como del economista español José Manuel Naredo (n. 1942), pionero de la economía ecológica.

** Las ideas vertidas en este artículo son de responsabilidad exclusiva de su autor y, en modo alguno, comprometen a la institución en la cual labora.

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